miércoles, 30 de septiembre de 2015

La tierra de las concertinas

Al final da igual. No importa que sean los sirios los que se hacinen en la frontera húngara, o en la croata, o donde les dejen caerse medio muertos tras gasearlos convenientemente para que conozcan de primera mano la milenaria y avanzada civilización europea; o que los desgraciados sean los negros que intentan saltar el vallado de Melilla – algunos colgados como mochuelos durante horas jodiendo las bonitas vistas del green del 17 de vete tú a saber qué campo de golf -; al final, repito por si me lee alguien, da igual quiénes estén ahí pudriéndose: la realidad es que esas vallas tipo Fernández Díaz (católico de concertina diaria) o aquellas alambradas con pinchos, púas o desgarrabajos son auténticas bromas si las comparamos con los muros graníticos e impenetrables de nuestra indiferencia, egoísmo, cobardía y falta de vergüenza.
Y estos de ahora, los de la penúltima crisis televisada, son sirios. Y aunque esto de Siria suena a las mil y una noches y a alfombras mágicas y a estilizados minaretes y lujosos palacios dorados rematados con cúpulas coloreadas como caramelos de ensueño, en este preciso instante, en Siria están matando, degollando, torturando, violando y masacrando como si no hubiese mañana, cosa por otro lado estrictamente cierta para un alto porcentaje de la población. Y algunos miles, que han decidido no dejarse matar así como así, se han puesto a andar y han venido a vernos (“toc-toc, aquí estamos, somos medio millón hambriento y cansado”) y a jodernos el rato de asueto que tenemos para comer la pizza o el sushi mientras hacemos zapping entre “Folleteo público”, “Imbéciles y gilipollas y viceversa” y “Las conversiones de Tamara Falcó”.  Y así, sin anestesia ni nada, hemos visto por la tele sus jetas horrorizadas, a sus hijos ahogados o a familias enteras hacinadas en trenes con destino a ninguna parte (¡cómo recuerdan esas imágenes a las de los trenes de Pristina a reventar de albanokosovares deportados que filmó el recordado reportero de guerra Miguel Gil Moreno! ¡Cómo recordaban las imágenes de Miguel aquellas de los judíos en los trenes hacia Auschwitz!) o a hombres, mujeres y niños reventados en el asfalto de cualquier ciudad siria. Y sí, cuando vemos tanto horror dejamos la pizza a un lado, nos solidarizamos un rato, nos indignamos medio rato, nos cabreamos un cuarto de rato y, a veces, damos veinte euros a ACNUR para que nuestra conciencia nos deje un poco en paz y podamos seguir viviendo con una cierta apariencia de normalidad para, con un poco de suerte, no volver a pensar en ellos hasta la semana siguiente. O, simplemente, nunca más. En el fondo no son más que unos pobres desgraciados víctimas de unos asesinos que creen que masacrando al prójimo van a poder tirarse a ochenta vírgenes cuando palmen.
El caso es que ya están aquí. Y aquí se van a quedar porque lo que la historia ha demostrado tozudamente es que no hay cercado ni muro que frene la desesperación, y estos – y cualquiera – prefieren que les arree un húngaro o les haga la zancadilla una cabrona europea a que los apiole un compatriota. Están aquí y nosotros, los europeos, andamos más perdidos que Jordi Pujol en un congreso de ética. Incluso los que somos católicos, que hemos recibido órdenes directas del jefe diciendo que hay que acoger a los sirios en las parroquias (¡!) andamos diciendo que bueno, que será una manera de hablar, que este Papa es muy bromista y que es un Papa más de interpretar que de obedecer literalmente. Y con todo esto ya se pueden imaginar ustedes a cuántas familias sirias se van a acoger. Pues eso.
Y como el miedo es el miedo, pero el hombre acojonado no deja de ser inteligente, uno ha podido escuchar cosas muy variadas sobre la conveniencia de ser prudente antes de dejarles pasar,  como que hay que evaluar el riesgo de que entre los refugiados se cuele gente del ISIS (como si hoy no hubiese ningún terrorista en Europa dispuesto a volarse los huevos para matar infieles), o que esto cuesta mucha pasta y ponemos en peligro el estado del bienestar conseguido tras arduos esfuerzos (como si la eficiencia en la gestión del gasto en Europa fuese de premio a la precisión y no se derrochase la pasta en chorradas) o la más hipócrita de todas, esa que dice que hay que solucionar el problema yendo a las causas del mismo. Esta es especialmente perversa. En primer lugar porque se abandona a su suerte a los miles de sirios que buscan sobrevivir hoy, condenándolos a malvivir en campos de refugiados durante lustros en el mejor de los casos o arrojándolos a la marginalidad de la ilegalidad mientras los responsables del mundo queman sus visas-puta-oro en cenas para crear subcomisiones que aconsejen a la comisión asesora del comité de ayudas del consejo asesor mundial sobre qué coño hacer para, al final, acabar interviniendo cuando ya no quede ni uno vivo. Y en segundo lugar porque se olvidan del pequeñísimo detalle de que parte de esta tragedia tiene la inconfundible marca España, concretamente la firma de José María Aznar en las Azores, pasándose por el arco del triunfo el ruego del Papa – está vez Juan Pablo II – de que no se interviniese en Irak. Pero vaya, por la forma en la que pasó del Papa, debe de ser de misa diaria.
La gestión de esta crisis (llamando gestión a esta cosa que están haciendo) demuestra no ya que el problema nos supera sino que Europa está muerta. Se ha hablado mucho de la enfermedad de Europa, pero el diagnóstico – alguien señalaba el estado de “terminal” del viejo continente – es clarísimo: Europa ha matado sus raíces, las ha cortado, quemado y esparcido las cenizas por todo el continente. Y punto final. Por eso Europa no tiene ningún futuro, más allá de ser un puto mercado donde mercaderes y mercancías muevan el cotarro. Europa es una cueva de mercenarios sin nada que los una. Ni la voluntad de ser. Nada. La irrelevancia de Europa en el mundo va a ir a más porque la dilución del espíritu y del proyecto europeo es inevitable (aquí en España sabemos un huevo de dilución del país). Y esta debilidad hace imposible la gestión eficaz de estos problemas. Bastante tenemos con solucionar los tremendos desequilibrios que la política de incorporación de nuevos países ha supuesto para esta unión. O lo que sea.
Y mientras pensamos qué hacer con unos, entran otros por tierra, mar y aire.
Y como siempre que se intenta solucionar un problema a toro pasado, se tomarán decisiones radicales, sin medida y a destiempo.
Y florecerán los extremismos políticos contra los emigrantes. Y de ahí a la pureza de la raza hay un paso.
Pequeñito.
Es lo que pasa cuando se piensa con la concertina y no con la cabeza.