sábado, 19 de julio de 2014

Estaba buenísima


“Estaba buenísima, hermano. La conocí en Cuenca, en la feria anual del calzado. Creo que era propietaria de unas tiendas, o a lo mejor fabricaba zapatos o quizá era la que dirigía el cotarro. No me acuerdo. Iba con tres copas de más y tenía un cabreo sordo con mi mujer. El hotel estaba de lujo y mi habitación tenía una cama de dos por dos, de esas que puedes bucear entre las sábanas, un minibar más que decente, un sofá enorme de final de Champions y mil chorradas de esas de los hoteles buenos. No conocía a nadie. La torda no sabía ni mi nombre. Ni le interesaba. Creo recordar que se llamaba Jackelin, o Jennifer, o a lo mejor era Vanessa, pero lo que sí recuerdo con nitidez era que tenía un par de ojos azules infinitos, una sonrisa espectacular y un tipazo de los de vender a la madre propia y a la ajena. Cualquier cosa que decía le caía estupenda. Todo le gustaba y todo le hacía reír. ¡Qué gusto, colega, una que se lo pasaba bien conmigo. Pensaba que no existían! El caso es que cada segundo que pasaba estaba más buena y yo más borracho. Así que hice lo que cualquier hombre haría en mi lugar. Y ¡joder, Carlos, me arrepiento! Y te lo cuento a ti porque eres como mi confesor, pero no se lo digas a nadie. Cuando ya estaba el tema para entrar a matar, le dije cariño, espera un segundo que voy al baño, entré en el aquel baño – puro mármol, chaval - miré mi jeta en el espejo - ese careto de triunfador que los genes me han dado - y pensé que un día es un día, que no te las ponen así tantas veces y que, coño, no iba a ser el único gilipollas del mundo que dejaba pasar semejante oportunidad. Así que me atusé el pelo, me lavé las manos, comprobé que corbata y pañuelo estaban bien, me sonreí, me guiñé un ojo, hice un gesto de triunfo al pasmarote que me miraba desde el espejo y cumplí. Como un machote. Salí corriendo. Hui como el imbécil que soy. Dejé a la rubia esperando, mi instinto jodido, la cama vacía y el revolcón del siglo sin consumar. Eso hice. Ahora dime que no soy el mayor gilipollas que has conocido”, finalizó.

Sí – le dije – eres el mayor gilipollas que he conocido. Y el mejor gilipollas, también.

Y seguimos bebiendo un rato en silencio para ahogar sus fieles penas en Tequila Don José, conmemoración 70 años. De vez en cuando se quedaba mirando al espejo de la barra, suspiraba y decía: “Qué tía, Carlos, qué tía”.

Sí, podía habérsela calzado y eso no lo sabría nadie más que él y la susodicha. Pero eso para él ya era mucha gente. Demasiada. Y aunque el cabrón es un ateo de tomo y lomo que no cree ni en la ley de gravitación universal, o sea un auténtico descreído profesional, tiene un código, un código de esos que ya les gustaría tener a muchos de esos meapilas de confesión diaria que funcionan con más caparazones y esquinas que una tortuga hexagonal. Y en ese código está escrito que mientras siga casado (por lo civil, claro, como Dios manda, dice con mucha coña) con su parienta – una mujer estupenda, guapa y simpatiquísima – los únicos revolcones permitidos, además de los que se pegue con su mujer, son los que le dan las vaquillas en esas capeas con amigos que monta para satisfacer su afición a esas cosas de los toros. Y así, con ese código de cuatro cosas básicas (mujeres, amigos, tequila y, mucho después, el trabajo) va tirando por la vida. Y, ahora que no me oye porque ni sabe qué es un blog, ni lo que es peor, le interesa un ápice, lo diré: “va tirando por la vida de puta madre. O sea, muy bien”. A mí, que me manejo mucho peor, me produce una sana envidia.

He conocido algunos tipos sin más creencia que su pellejo y su familia y con sus particulares códigos de conducta grabados a fuego, y a otros creyentes con una coherencia vital tal grande que ellos mismos son la demostración operativa de que esas creencias vividas son valiosas. Y los dos tipos de personas se apoyan en los mismos valores, porque son universales. Lo diré de otra manera, nadie cree – a no ser que esté enfermo – que ser desleal, cruel, injusto, violento, falso e irrespetuoso sea algo bueno, recomendable o valioso. Y de igual manera que he conocido personas que hacen de esos y otros valores su forma de vida, he conocido a muchas – muchísimas – personas que te arrean con la Biblia o la pila bautismal en la azotea o te amenazan con el fuego del infierno si dices “culo”, pero tienen unas tragaderas tremendas con todo tipos de críticas, injurias, injusticias, desprecios e insultos al prójimo que no piensa como ellos. O sea, casi todos. Amparados eso sí, en su libérrima, torticera, miope y cutre interpretación de la llamada universal de Aquel que perdonó a putas y ladrones y condenó a ricos. Y dijo que había que amar incluso al enemigo.
Pues bien, desde este humilde rincón, muestro mi admiración por los primeros y mi desprecio por los segundos.

Porque hacen este mundo invivible.

Diciendo, además, que hacen el bien.
Hay que joderse.