martes, 30 de diciembre de 2014

Un cuento de Navidad


El Rata no tenía ni media neurona sana. Eso decía su madre de él cuando le preguntaban. Su padre no decía nada porque cuando no estaba borracho en la calle estaba borracho en casa. Y en ese permanente estado etílico malvivía más o menos feliz. Nunca les levantó la mano, ni a su madre ni al piltrafa del Rata. Quizá nunca estuvo lo suficientemente sobrio para hacerlo. Sobrevivían gracias a una pírrica pensión que su madre tenía de un primer marido que se quedó tieso de repente, así, sin avisar, a los cuarenta, de un corte de digestión. De cuando la gente palmaba de un corte de digestión. Luego se fue a vivir con el primer tipo aparentemente sobrio que le sonrió por la calle, se quedó preñada, él empezó a arrastrase por los bares de la comarca y ella se dedicó a cuidar al Rata y al desgraciado que lo engendró. Y hasta la fecha. Una mierda de vida, según iba proclamando sin ningún rubor a cualquiera que quisiera escucharle. Que, la verdad sea dicha, no eran muchos.

El Rata, además de no tener una idea buena, no tenía ni media leche. Era un desgraciado de mirada huidiza, esmirriado y bajito – ya crecerás le decía, con algo parecido al cariño, la amargada de su madre -, con cara de miserable – hay jetas que vienen de serie y el molde de su padre lo había heredado sin modificaciones – y encorvado de tal manera que a su aspecto ya de por sí escuchimizado sumaba una mirada de soslayo, desconfiada, traidora. De navajazo en los bajos sin preaviso. Caminaba rápido, como huyendo de todo y como temiéndole a todo. Era como un bicho rastrero. Como una jodida rata.

En esa tarde de Nochebuena no quedaba por la calle ni el sereno. El Rata arrastraba sus perdidos quince años por el desierto pueblo sin más compañía que su sombra y unas cuantas monedas que había afanado de las ofrendas – monedas y flores – que las beatas del pueblo habían dejado por la mañana sobre el manto de la Virgen de la Pureza, en la iglesia que se levantaba a un paso del ayuntamiento, en la única plaza del pueblo. Era en esa plaza donde en verano el alcalde se empeñaba en montar unos festivales con banderitas y mozas y tarima y una orquesta que sonaba como un coro de gruñidos. Y era en esa plaza donde en invierno montaban el Belén, lo único destacable del pueblo. Porque aunque este mantenía una digna y austera decadencia – era igual a casi todos los pueblos de esa zona – su Belén era famoso en la comarca: figuras talladas en madera de tamaño natural por un escultor de la comarca un poco tronado que vivía en los arrabales y que hacía algunos años había alcanzado cierta notoriedad. El caso es que las figuras eran enormes y pesaban cada una de ellas como una condena a galeras, pero el Niño no. El Niño tenía el tamaño adecuado para ser robado. Y eso lo sabía el Rata. El año anterior no había podido ser porque unas inoportunas fiebres lo habían tenido en estado de desgracia durante todas las navidades, así que ni lo intentó. Pero este año sí, pensaba el Rata. Ese año el Niño Jesús iba a pasar las vacaciones con el Rata y luego ya buscaría algún buhonero para colocárselo. Como había Dios. Así que sin pensárselo dos veces saltó la pequeña valla que rodeaba el Belén, cogió la figura y con ella en brazos se perdió por las estrechas y mal iluminadas callejuelas del pueblo.

Entró a la carrera en su casa, emitiendo un sonido parecido a un gruñido como saludo a su madre que, como cada Nochebuena, se empeñaba en cocinar para toda la familia un vulgar guiso que acababa comiendo sola año tras año. Entró en su habitación y dejó la figura en el suelo, al lado de un desvencijado mueble que hacía las funciones de silla. El Rata miró la figura. Dorados cabellos sobre la típica cara de Niño Jesús, redonda, con los mofletes colorados y esa postura acostado pero medio incorporado y con las manos como bendiciendo al mundo. Y esos ojos – pintados en un azul mar – que parecían mirarle a él. El Rata se inclinó más y los observó con detenimiento: tras aquellas pupilas inmóviles pintadas el Rata vio algo extraño, como una suerte de movimiento, como unas sombras que se movían reflejando – eso creía el Rata – las tenues luces de su habitación. Pero no, ahí había algo más. El Rata fijó sus pequeños ojos sobre las pupilas de aquella escultura y vio más allá. En aquellos ojos el Rata pudo ver en un océano de sufrimiento y consuelo, a decenas, cientos, miles de personas que sufrían y decenas, cientos, miles de personas que los consolaban, les daban paz, ayuda y amor. A niños, mujeres y hombres desesperados sin más futuro que aquel que les daban otras mujeres y hombres que dedicaban su vida a dar esperanza. A seres humanos que morían con el consuelo y la compañía de otros seres humanos. Todo eso y muchas cosas más vio el Rata esa noche mirando la cara de aquel Niño Jesús.

“El Niño Jesús apareció la mañana de Navidad en el Belén y el Rata desapareció del pueblo. Nunca más se le volvió a ver. Desapareció con su madre. Jamás supieron nada de ellos. Dicen que los dos murieron vagando por otros lares arrastrando su miseria. Yo prefiero creer que huyeron del pueblo buscando una mejor vida. Y que la consiguieron. En fin, nunca lo sabremos”.

Un montón de caras de jóvenes – yo entre ellos - y niños del pueblo asombrados escuchaban la historia que había contado aquel hombre. El fuego de la chimenea de la sala parroquial crepitaba mientras el misionero daba por concluida la historia. El párroco le agradeció el tiempo dedicado esa fría tarde de Navidad y el misionero – un hombre alto y fornido, con la piel ajada por la edad – sonrió mirando a los jóvenes, dio las gracias igualmente y se levantó.

Fue en ese momento cuando la vi. Mientras se incorporaba. Una silueta curiosa, recortada contra el fuego, como inclinada hacia delante, ligeramente encorvada. Duró un segundo. Luego aquel gigante se irguió y enfilaba hacia la puerta cuando lo alcancé.

- Señor… ¿usted le conoció? - pregunté.

Y volviéndose, me miró fijamente, sonriendo. Y en sus ojos, más allá de su mirada, pude ver un océano de sufrimiento y consuelo, a decenas, cientos, miles de personas que sufrían y decenas, cientos, miles de personas que los consolaban, les daban paz, ayuda y amor. A niños, mujeres y hombres desesperados sin más futuro que aquel que les daban otras mujeres y hombres que dedicaban su vida a dar esperanza. A seres humanos que morían con el consuelo y la compañía de otros seres humanos.

Y supe que el Rata murió aquel lejano día para que naciese un gigante.

Y comprendí. Lo vi con claridad.

Vi mi vida.

miércoles, 29 de octubre de 2014

Donde Glory´s



Era un antro oscuro y alargado al final de un pasaje sin salida lleno de antros oscuros y alargados. Probablemente lo único que tenía de diferente a cualquier otro de esos antros era que era nuestro antro. Allí fue donde pasamos buena parte de la carrera universitaria entre tabaco, alcohol, música, amigos y, a veces, amigas y novias. Pero estas duraban poco en Glory´s. Se cansaban y se iban. Nada hay más aburrido para una mujer que ver a su novio con su grupo en plan “amigos para siempre” así que discretamente – o a gritos, no lo recuerdo – se borraban. Era nuestro sitio, aquel lugar donde arreglábamos los destrozos que la universidad – fundamentalmente las mujeres – hacían en nuestras vidas. Ahí las odiábamos y amábamos, las poníamos a caer de un burro para adorarlas después sin solución de continuidad. Porque no teníamos ningún otro tema serio. Bueno, a veces, en pleno éxtasis etílico también hablábamos de la existencia de Dios y de otras cosas trascendentes, pero creo que era para tener pie y volver a hablar de las hijas de Eva. Vaya, seguro que sí. Envueltos en una nube perenne de humo, con un pitillo en la boca, cervezas a tutiplén y el recuerdo de esos ojos que, no es cachondeo, eran como el mar o de aquella maldita que nos había roto el corazón por enésima vez, pasábamos horas y horas dándole vueltas a cosas importantes. No recuerdo que pasáramos ni una sola noche hablando de estudios.

Hay sitios que – no sabes muy bien por qué – te adoptan tras un par de visitas. Tú los puedes frecuentar, pero son ellos los que te adoptan a ti. Glory´s nos adoptó tras un par de copas. No sé por qué lo hizo, pero lo hizo. Quizá le caímos en gracia a la larguísima barra negra – cuyas muescas y marcas llegamos a conocer a la perfección – o a lo mejor fueron los taburetes – siempre al límite de la desgracia – los que nos acogieron o vete tú a saber si los sillones del fondo, los de la esquina de filosofar – rojos con aspiraciones de antro de lujo – fueron los que nos sellaron el derecho de admisión preferente; no lo sé, pero sí sé que cuando cruzábamos la puerta negra de la entrada, teníamos la sensación de hogar. De pertenencia. Ese era nuestro sitio. Una extensión etílica de nuestra casa. Allí íbamos todas las noches Javier y Joan, y Luis Felipe, y Jordi, y Jorge e Ignacio, y Rafa y algún otro. Y ahí íbamos con amigos y amigas y con quienes venían de visita a Pamplona, que eran decenas. Y allí quedábamos. Como decían los pamplonicas,  “donde Glory´s”.

Y sí, como ya sabéis, todo Glory´s tiene un Jaime. O sea todo bareto, antro o sala tiene un tío que pone el alma. Que lo hace funcionar. Y el de Glory´s era era una bestia de casi dos metros, con la nariz partida y una ceja con resto de batallas – supongo que de alguna pelea en aquella Pamplona turbulenta de los ochenta – y con una de esas caras difíciles – diferentes - pero fáciles de interpretar: a buenas era encantador y a malas era terrible. Vivía en el barrio de la Txantrea y era un batasuno de pro, con todo lo que eso significaba en aquellos años. Cuando había un atentado con muertos y andábamos por ahí – ambas cosas ocurrían con una frecuencia trágica -, se me acercaba y me decía: “Carlos, lo siento. Esta guerra es una mierda”. Y se iba para allá, al fondo de la barra, a poner música y a esconderse un poco, para no jodernos. A su manera lo sentía. O a lo mejor quiero pensar que lo sentía. Era nuestro amigo. Un amigo de esos que no invitarías a casa. Tampoco él nos invitó nunca a la suya. Cada vez que volvíamos a casa por Navidad o Semana Santa o en verano se despedía dándote un abrazo tremendo de esos que o te desencajaba las vértebras o te las fijaba para los restos. Luego te cogía la cara como si fuese tu abuela, se daba un golpe en el pecho y te decía mirándote a cinco centímetros de la jeta: “Te llevo en el corazón”. Te soltaba y se iba. Era un tipo entrañable. Y una bestia parda.

Cuando acabamos la carrera, en plena efervescencia y exaltación de la amistad, los que habíamos compartido piso y los adscritos – que eran un montón – nos juramos que nos iríamos viendo muy a menudo y que “la última, siempre será en Glory´s”. Y sí, nos vimos una vez más. Y sí, acabamos en Glory´s. Y Jaime estaba allí y por un momento aquello fue como debía ser, por un momento todo estuvo en orden. Y le eché un vistazo a todo aquello – la puerta del tigre seguía con el mismo boquete que alguien desesperado por una mujer le hiciera de un puñetazo en 1984 -, nos despedimos de Jaime y tuve la absoluta conciencia de que jamás volvería. Como así fue.

Hace muy poco anduve por Pamplona y me acerqué.

Ahí seguía, con sus logos de letraset de hace treinta años y su puerta oscura cerrada a cal y canto para siempre. Me quedé plantado ahí un buen rato. Veinticinco años, pensé para mis adentros. Mucha vida.
Cerré los ojos y recorrí pegado a la barra, con mi cerveza en la mano, el local entero. Me senté en un tembloroso taburete mirando a la esquina de los sillones color rojo aspiración, vacíos de amigos pero llenos de recuerdos y  a la cabina de música donde Jaime se escondía a poner música y le di a la sombra de Jaime un abrazo virtual. De esos que te desencajan las vértebras o te las fijan para los restos. Y juro que noté cómo el tío se golpeaba en el pecho, me cogía la cara y como tantas veces, me decía: “te llevo en el corazón”.

Abrí los ojos, eché un último vistazo a la puerta cerrada y negra y me piré. Un vecino me miraba como si estuviese loco del todo. Pero daba igual. Qué cojones iba a saber ese de mi historia.

Dejé de quedar “donde Glory´s”.

Maldita sea.

jueves, 9 de octubre de 2014

Tania la gorda


El caso es que hace poco una presentadora de televisión a la que no conozco ni de la que había oído hablar en mi vida, tras dejar de fumar y engordar unos kilos, se ha plantado en una presentación más feliz que una perdiz y ha dicho más o menos: “He engordado, me siento guapa, sexy y contenta de haber dejado el tabaco”. Y como tras esas declaraciones un montón de acomplejados, miserables del comentario cobarde a tanto alzado y gilipollas de oscuro anonimato la han puesto a parir por gorda, lo ha rematado escribiendo un tuit de esta guisa: “vestida de blanco y sin complejos me dirijo a la cena del WPRF104”, que es algo así como decir – la interpretación de su pensamiento es libérrima - “ahí os quedáis con vuestras chorradas y vuestras mierdas de vidas, mindundis, que yo me voy feliz a seguir con la mía. Hala, que os den”. Y lo ha acompañado de una foto en la que está estupenda. Como debe ser. Poniendo un punto final elegante a la colección de puntos suspensivos, puntos y aparte, mediopuntos, puntos retrasados y dos puntos que jalonan el cerebro de tanto y tanto mangurrino suelto por este mundo.

Me gusta mucho Tania. Me gusta una persona que demuestra ese carácter y esa personalidad en unos momentos como los presentes en los que el fango de la mediocridad todo lo inunda y cada vez cuesta más encontrar personas que sean eso, personas, y no “gente” tan asquerosamente estándar y parecida para lo bueno y para lo malo que uno no sabe ya cómo distinguir una de otra, ni siquiera si merece la pena intentar hacerlo. Una persona que, atención, viviendo en gran parte de su imagen (porque me imagino que de talento andará sobrada) decide plantar cara a un vicio jodido y difícil de abandonar como el de fumar y sustituir tabaco por pizzas o chocolate negro o jabalíes – lo mismo da que da lo mismo – pensando lo que pensamos todos los que lo hemos dejado: que si eres gordo siempre estás a tiempo de adelgazar pero que sin pulmones respirar se vuelve dificilísimo. Y claro, con voluntad, lo ha dejado. Y como es un personaje público con un par de narices lo ha dicho y se ha expuesto sin complejos, sin esconderse, en una sociedad donde la postura contraria cobarde y acomplejada es la que prima y donde mostrar la imperfección – o sea las cosas como son – se convierte en ocasiones en un ejercicio suicida donde el juicio sumarísimo y cruel es la reacción pronta y casi nunca la contraria: la de admirar a quien consigue una meta. Aunque sea una pequeña meta personal (los que somos exfumadores sabemos que de pequeña, nada de nada).

Y sí, para el resto del mundo puede ser anecdótico el hecho (y de hecho lo es) pero lo que no es anecdótico en absoluto es el pim-pam-pum al que se le ha sometido, sobre todo en las redes sociales. Porque ese linchamiento virtual no es más que un reflejo exacto de los linchamientos reales que se producen a diario en nuestro país y que toman la forma de acoso, agresiones, insultos y desprecios a niños, adolescentes y adultos que, por la razón que sea, están fuera del puto estándar de mierda que ha creado esta sociedad patética donde al diferente, poco agraciado, tarado o tímido se le machaca sin piedad por gentuza sin escrúpulos que abusan de su efímero poder causando muchas veces un destrozo inmenso. Porque lo que está claro es que si en lugar de a una mujer formada, con personalidad y con un par como Tania dan con una víctima más débil – por ejemplo, una adolescente con complejos -, el daño que pueden realizar es irreparable. Para que se me entienda: el acoso y la agresión del fuerte al débil se aprende y se forja en casa, se desarrolla en la escuela, se consolida en el trabajo y en las enfermizas relaciones que se puedan tener y eclosiona en ese lugar donde anonimato y miseria van de la mano; sí, en las redes sociales.

Creo haber escrito bastantes veces que vivimos en una sociedad enferma donde nada importa lo que eres sino lo que tienes o lo que aparentas. De hecho la peña va tan estresada en gilipolleces que no tiene ni tiempo de frenar, echarse un vistazo dentro y saber algo de sí mismo. Supongo que no se miran dentro por no morir de asco. Si uno no se molesta en conocerse, imagina lo de conocer e interesarse por el prójimo. Por las luchas y pequeñas victorias del prójimo. De las necesidades e ilusiones de los demás. De sus aspiraciones nobles. De sus problemas. Por eso, porque el ser humano tiene el encargo primordial de conocer y ayudar al ser humano, lo del puñetazo de Tania a todos esos miserables me ha parecido estupendo.

Y ella, también.

Ojalá que lo que haga esta chica en el futuro se parezca a lo que ha hecho ahora. Porque ha hecho lo que debía hacer.

Tania, muchas gracias.

sábado, 19 de julio de 2014

Estaba buenísima


“Estaba buenísima, hermano. La conocí en Cuenca, en la feria anual del calzado. Creo que era propietaria de unas tiendas, o a lo mejor fabricaba zapatos o quizá era la que dirigía el cotarro. No me acuerdo. Iba con tres copas de más y tenía un cabreo sordo con mi mujer. El hotel estaba de lujo y mi habitación tenía una cama de dos por dos, de esas que puedes bucear entre las sábanas, un minibar más que decente, un sofá enorme de final de Champions y mil chorradas de esas de los hoteles buenos. No conocía a nadie. La torda no sabía ni mi nombre. Ni le interesaba. Creo recordar que se llamaba Jackelin, o Jennifer, o a lo mejor era Vanessa, pero lo que sí recuerdo con nitidez era que tenía un par de ojos azules infinitos, una sonrisa espectacular y un tipazo de los de vender a la madre propia y a la ajena. Cualquier cosa que decía le caía estupenda. Todo le gustaba y todo le hacía reír. ¡Qué gusto, colega, una que se lo pasaba bien conmigo. Pensaba que no existían! El caso es que cada segundo que pasaba estaba más buena y yo más borracho. Así que hice lo que cualquier hombre haría en mi lugar. Y ¡joder, Carlos, me arrepiento! Y te lo cuento a ti porque eres como mi confesor, pero no se lo digas a nadie. Cuando ya estaba el tema para entrar a matar, le dije cariño, espera un segundo que voy al baño, entré en el aquel baño – puro mármol, chaval - miré mi jeta en el espejo - ese careto de triunfador que los genes me han dado - y pensé que un día es un día, que no te las ponen así tantas veces y que, coño, no iba a ser el único gilipollas del mundo que dejaba pasar semejante oportunidad. Así que me atusé el pelo, me lavé las manos, comprobé que corbata y pañuelo estaban bien, me sonreí, me guiñé un ojo, hice un gesto de triunfo al pasmarote que me miraba desde el espejo y cumplí. Como un machote. Salí corriendo. Hui como el imbécil que soy. Dejé a la rubia esperando, mi instinto jodido, la cama vacía y el revolcón del siglo sin consumar. Eso hice. Ahora dime que no soy el mayor gilipollas que has conocido”, finalizó.

Sí – le dije – eres el mayor gilipollas que he conocido. Y el mejor gilipollas, también.

Y seguimos bebiendo un rato en silencio para ahogar sus fieles penas en Tequila Don José, conmemoración 70 años. De vez en cuando se quedaba mirando al espejo de la barra, suspiraba y decía: “Qué tía, Carlos, qué tía”.

Sí, podía habérsela calzado y eso no lo sabría nadie más que él y la susodicha. Pero eso para él ya era mucha gente. Demasiada. Y aunque el cabrón es un ateo de tomo y lomo que no cree ni en la ley de gravitación universal, o sea un auténtico descreído profesional, tiene un código, un código de esos que ya les gustaría tener a muchos de esos meapilas de confesión diaria que funcionan con más caparazones y esquinas que una tortuga hexagonal. Y en ese código está escrito que mientras siga casado (por lo civil, claro, como Dios manda, dice con mucha coña) con su parienta – una mujer estupenda, guapa y simpatiquísima – los únicos revolcones permitidos, además de los que se pegue con su mujer, son los que le dan las vaquillas en esas capeas con amigos que monta para satisfacer su afición a esas cosas de los toros. Y así, con ese código de cuatro cosas básicas (mujeres, amigos, tequila y, mucho después, el trabajo) va tirando por la vida. Y, ahora que no me oye porque ni sabe qué es un blog, ni lo que es peor, le interesa un ápice, lo diré: “va tirando por la vida de puta madre. O sea, muy bien”. A mí, que me manejo mucho peor, me produce una sana envidia.

He conocido algunos tipos sin más creencia que su pellejo y su familia y con sus particulares códigos de conducta grabados a fuego, y a otros creyentes con una coherencia vital tal grande que ellos mismos son la demostración operativa de que esas creencias vividas son valiosas. Y los dos tipos de personas se apoyan en los mismos valores, porque son universales. Lo diré de otra manera, nadie cree – a no ser que esté enfermo – que ser desleal, cruel, injusto, violento, falso e irrespetuoso sea algo bueno, recomendable o valioso. Y de igual manera que he conocido personas que hacen de esos y otros valores su forma de vida, he conocido a muchas – muchísimas – personas que te arrean con la Biblia o la pila bautismal en la azotea o te amenazan con el fuego del infierno si dices “culo”, pero tienen unas tragaderas tremendas con todo tipos de críticas, injurias, injusticias, desprecios e insultos al prójimo que no piensa como ellos. O sea, casi todos. Amparados eso sí, en su libérrima, torticera, miope y cutre interpretación de la llamada universal de Aquel que perdonó a putas y ladrones y condenó a ricos. Y dijo que había que amar incluso al enemigo.
Pues bien, desde este humilde rincón, muestro mi admiración por los primeros y mi desprecio por los segundos.

Porque hacen este mundo invivible.

Diciendo, además, que hacen el bien.
Hay que joderse.

miércoles, 16 de abril de 2014

Milongas pampeanas


Probablemente suene antiguo, coñazo, vetusto y carca, pero a mí me encanta Jorge Cafrune, que era un cantante argentino claro y contundente. Una presencia imponente, voz dura con un deje de amargura vivida, y ese precioso acento argentino dando cobijo a un mensaje demoledor contra los ricos y los poderosos. Además, cantaba a la luna, a los yuyos, a los canarios y a la Virgen. O sea, un tipo de esos que saben que lo importante se sustancia en la vida - no en esa cosa en la que hemos convertido nuestra existencia - narrada con estudiada distancia y con esa claridad de juicio que se adquiere sólo tras años en ese milagro que es la pampa argentina. Entre gauchos. Esos tipos milagrosos que te sueltan hablando cachos enteros del Martín Fierro antes de agarrar la guitarra y soltarte cantando cachos enteros del Martín Fierro. Conocí algunos de ellos años ha, cuando anduve paseando por allí haciendo como que trabajaba. Probablemente trabajé, pero desde luego los recuerdos que tengo nada tienen que ver con eso. Silencios, guitarras, fuego, un frío que cortaba, mate ardiendo y compartido y una guitarra rasgando el cielo. Y un tipo cantando una milonga. Estuve pocos días, pero me acuerdo con una nitidez extraordinaria. La misma que tenía la luna aquellas noches. En esas noches supe que quería vivir y morir allí. Y adiviné, con la claridad que da esa luna y esas voces, que nunca lo haría. Yo no era pieza de aquel juego.

Pues bien, bajo aquel cielo, esos hombres desgranaban contenidos que ellos consideraban profundos adornados con rimas, desafíos y música. O sea, algo formalmente bello arropando un mensaje que, a fuerza de ser acunado, parecía igualmente melodioso. Y eso, acostumbrado al español gruñido por estos lares, era una deliciosa novedad. Aprendí que la riqueza formal de la comunicación la facilita. La hace amable. La enriquece. Y hace al hombre más feliz.

Mensaje con contenido en florido continente. En la película “National Treasury”, traducida en este cutre país como “La búsqueda” supongo que para no incidir en la palabra nación, no vaya a ser que los nacionalistas interpongan un recurso de inconstitucionalidad contra Nicolas Cage y, lo que sería muchísimo peor, contra Diane Kruger, por el uso y disfrute imperialista de la palabra nación; decía que en esa película, el protagonista lee un párrafo de la declaración de independencia de los Estados Unidos, que suena de esta guisa: "Pero cuando una larga serie de abusos y usurpaciones dirigida invariablemente al mismo objetivo evidencia el designio de someter el pueblo a un despotismo absoluto, es su derecho, es su deber derrocar ese gobierno y proveer de nuevas salvaguardas para su futura seguridad." Tras leerlo, Nicolas Cage se queda pensativo y dice: “Hemos perdido esa manera de hablar”. Pero en realidad lo que se ha perdido es esa manera de pensar. Estoy convencido de que de la mano van los nobles ideales con su expresión. Convencido.

Y ese desprecio generalizado por la lengua lo sufrimos a diario, sobre todo por parte de aquellos que deberían tener la responsabilidad de ejercer la esgrima intelectual – que eso es la dialéctica - en los diferentes foros y que, por desgracia, se han convertido en cubículos donde ignorantes maleducados y analfabetos de partido concursan a ver quién dice la mayor burrada, mientras sus compañeros rebuznan a favor o en contra dependiendo de si el imbécil del estrado es rojo, azul, verde o lila. Y no quiero hablar de la Real Academia de la Lengua Apañola (RALA) que en un postrer alarde pirotécnico ha admitido en el diccionario palabras como gayumbos, friki, isidril, okupar, manga o sociata para que usted, intelectual de pro, pueda decir con un par de narices “el friki sociata que okupó la kely iba en gayumbos mientras leía manga” y pase por lo que es, un analfabeto bendecido por gentuza sentada en poltrona con letra que debería proteger la lengua, y no mancillarla. Porque a un hombre se le conoce por lo que dice pero también por cómo lo dice.

Hay veces que echo de menos aquellos tipos, aquellas palabras, aquellas guitarras, aquellas voces. Aquella vida.

A veces oigo ecos de tierras lejanas.

En ocasiones, veo vivos.